Se me ocurrió un día ocupar unas horas que debía al centro, ya que tuve que faltar porque me salió una clase en un Máster, del cual aprecio considerablemente al Director y a los demás coordinadores, me gusta su filosofía y además, la secretaria es amiga personal (y luego pagan muy bien y todo!!). ¿Cómo ocupar esas horas? Con un taller de autoestima para los residentes con mayor nivel cognitivo.
Se me ocurrió que se podía explicar qué era la autoestima, poner un cuento o una historia de ejemplo, o escribir algo relacionado con ello. Incluso un test de autoestima, ¿por qué no?. Había que darle forma a todo ello y entonces lo planifiqué.
El primer paso fue explicar qué era la autoestima, y con lo que decíamos ver si nosotros teníamos autoestima alta o baja, si nos poníamos las metas muy elevadas y por eso nos frustraba no conseguirlas, pensar que es por la meta, no por nosotros, si nos queremos, si no nos queremos... Más de una residente se identificó en esas categorías, y la verdad me sorprendió cómo coincidían las descripciones propias con lo que yo conocía de cada una de ellas.
Después, para ilustrarlo, se me ocurrió leerles un cuento tradicional de Tailandia, el de “la pequeña luciérnaga”, que es este:
(encontrado en http://www.casaasia.es/)
¿Por que la pequeña luciérnaga no quería salir a volar por las noches y mostrar su maravillosa luz? La luna tiene parte de culpa, pero gracias a esta historia, nuestra pequeña amiga aprenderá que cada uno tiene que brillar con su propia luz.
Había una vez una comunidad de luciérnagas que habitaba el interior de un gigantesco lampati, uno de los árboles más majestuosos y antiguos de Tailandia. Cada noche, cuando todo se volvía oscuro y apenas se escuchaba el leve murmurar de un cercano río, todas las luciérnagas salían del árbol para mostrar al mundo sus maravillosos destellos. Jugaban a hacer figuras con sus luces, bailando al son de una música inventada para crear un sinfín de centelleos luminosos más resplandeciente que cualquier espectáculo de fuegos artificiales.
Pero entre todas las luciérnagas del lampati había una muy pequeñita a la que no le gustaba salir a volar.
- No, hoy tampoco quiero salir a volar -decía todos los días la pequeña luciérnaga-. Id vosotros que yo estoy muy bien aquí en casita.
Tanto sus padres como sus abuelos, hermanos y amigos esperaban con ilusión la llegada del anochecer para salir de casa y brillar en la oscuridad. Se divertían tanto que no comprendían por qué la pequeña luciérnaga no les quería acompañar. Le insistían una y otra vez, pero no había manera de convencerla. La pequeña luciérnaga siempre se negaba.
-¡Que no quiero salir afuera! -repetía una y otra vez-. ¡Mira que sois pesados!
Toda la colonia de luciérnagas estaba muy preocupada por su pequeña compañera.
-Tenemos que hacer algo -se quejaba su madre-. No puede ser que siempre se quede sola en casa sin salir con nosotros.
-No te preocupes, mujer -la consolaba el padre-. Ya verás como cualquier día de estos sale a volar con nosotros.
Pero los días pasaban y pasaban y la pequeña luciérnaga seguía encerrada en su cuarto.
Una noche, cuando todas las luciérnagas habían salido a volar, la abuela de la pequeña se le acercó y le preguntó con mucha delicadeza:
-¿Qué es lo que ocurre, mi pequeña? ¿Por qué no quieres venir nunca con nosotros a brillar en la oscuridad?
-Es que no me gusta volar-, respondió la pequeña luciérnaga.
-Pero, ¿por qué no te gusta volar ni mostrar tu maravillosa luz? -insistió la abuela luciérnaga.
-Pues... -explicó al fin la pequeña luciérnaga-. Es que para qué voy a salir si nunca podré brillar tanto como la luna. La luna es grande, y muy brillante, y yo a su lado no soy nada. Soy tan diminuta que en comparación parezco una simple chispita. Por eso siempre me quedo en casa, porque nunca podré brillar tanto como la luna.
La abuela había escuchado con atención las razones de su nieta, y le contestó:
-¡Ay, mi niña! hay una cosa de la luna que debería saber y, visto o visto, desconoces. Si al menos salieras de vez en cuando, lo habrías descubierto, pero como siempre te quedas en el árbol, pues no lo sabes.
-¿Qué es lo que he de saber y no sé? -preguntó con impaciencia la pequeña luciérnaga.
-Tienes que saber que la luna no tiene la misma luz todas las noches -le contestó la abuela-. La luna es tan variable que cada día es diferente. Hay días en los que es grande y majestuosa como una pelota, y brilla sin cesar en el cielo. Pero hay otros días en los que se esconde, su brillo desaparece y el mundo se queda completamente a oscuras.
-¿De veras hay noches en las que la luna no sale? -preguntó sorprendida la pequeña luciérnaga.-Así es -le confirmó la abuela. La luna es muy cambiante. A veces crece y a veces se hace pequeñita. Hay noches en las que es grande y roja y otras en las que desaparece detrás de las nubes. En cambio tú, mi niña, siempre brillarás con la misma fuerza y siempre lo harás con tu propia luz.
La pequeña luciérnaga estaba asombrada ante tal descubrimiento. Nunca se había imaginado que la luna pudiese cambiar y que brillase o se escondiese según los días. Y a partir de aquel día, la pequeña luciérnaga decidió salir a volar y a bailar con su familia y sus amigos. Así fue como nuestra pequeña amiguita aprendió que cada uno tiene sus cualidades y, por tanto, cada uno debe brillar con su propia luz.
FIN
Hicimos comentarios sobre el cuento, llegando una residente a la conclusión de que la luciérnaga tenía “un tremendo complejo de inferioridad”, sorprendente porque dio en el clavo de lo que sucedía en el cuento. También dijo otra residente que esta luciérnaga se había “puesto el listón demasiado alto”, porque una luciérnaga no deja de ser un insecto y la luna, al fin y al cabo, es un astro. Que tendría que compararse con las demás luciérnagas, pero mejor no hacerlo. Unas respuestas muy interesantes, para que luego digan que las personas mayores tienen alterado el razonamiento y no son creativas: yo lo dudo, a veces están más que inspirados.
Y pasamos a la parte más activa, en la que los residentes hablaban sobre ellos mismos. Como el cuento hablaba de brillar, repartí unas hojas con un sol con 8 rayos y en la esquina inferior derecha una luna más pequeña. El sol era cómo brillábamos nosotros, y en cada rayo había que escribir una cualidad física o moral, sobre nosotros; y en la luna escribíamos lo que los demás decían de nosotros.
En los rayos había cualidades como: religiosa, buena vista, buen oído, buen apetito, pelo bonito, alegre, me gustan los niños, comprensiva, trabajadora, culta, etc. Y como este grupo estaba cohesionado y se conocían entre ellas, podían hablar unas de otras en sentido positivo.
Se me ocurrió que se podía explicar qué era la autoestima, poner un cuento o una historia de ejemplo, o escribir algo relacionado con ello. Incluso un test de autoestima, ¿por qué no?. Había que darle forma a todo ello y entonces lo planifiqué.
El primer paso fue explicar qué era la autoestima, y con lo que decíamos ver si nosotros teníamos autoestima alta o baja, si nos poníamos las metas muy elevadas y por eso nos frustraba no conseguirlas, pensar que es por la meta, no por nosotros, si nos queremos, si no nos queremos... Más de una residente se identificó en esas categorías, y la verdad me sorprendió cómo coincidían las descripciones propias con lo que yo conocía de cada una de ellas.
Después, para ilustrarlo, se me ocurrió leerles un cuento tradicional de Tailandia, el de “la pequeña luciérnaga”, que es este:
(encontrado en http://www.casaasia.es/)
¿Por que la pequeña luciérnaga no quería salir a volar por las noches y mostrar su maravillosa luz? La luna tiene parte de culpa, pero gracias a esta historia, nuestra pequeña amiga aprenderá que cada uno tiene que brillar con su propia luz.
Había una vez una comunidad de luciérnagas que habitaba el interior de un gigantesco lampati, uno de los árboles más majestuosos y antiguos de Tailandia. Cada noche, cuando todo se volvía oscuro y apenas se escuchaba el leve murmurar de un cercano río, todas las luciérnagas salían del árbol para mostrar al mundo sus maravillosos destellos. Jugaban a hacer figuras con sus luces, bailando al son de una música inventada para crear un sinfín de centelleos luminosos más resplandeciente que cualquier espectáculo de fuegos artificiales.
Pero entre todas las luciérnagas del lampati había una muy pequeñita a la que no le gustaba salir a volar.
- No, hoy tampoco quiero salir a volar -decía todos los días la pequeña luciérnaga-. Id vosotros que yo estoy muy bien aquí en casita.
Tanto sus padres como sus abuelos, hermanos y amigos esperaban con ilusión la llegada del anochecer para salir de casa y brillar en la oscuridad. Se divertían tanto que no comprendían por qué la pequeña luciérnaga no les quería acompañar. Le insistían una y otra vez, pero no había manera de convencerla. La pequeña luciérnaga siempre se negaba.
-¡Que no quiero salir afuera! -repetía una y otra vez-. ¡Mira que sois pesados!
Toda la colonia de luciérnagas estaba muy preocupada por su pequeña compañera.
-Tenemos que hacer algo -se quejaba su madre-. No puede ser que siempre se quede sola en casa sin salir con nosotros.
-No te preocupes, mujer -la consolaba el padre-. Ya verás como cualquier día de estos sale a volar con nosotros.
Pero los días pasaban y pasaban y la pequeña luciérnaga seguía encerrada en su cuarto.
Una noche, cuando todas las luciérnagas habían salido a volar, la abuela de la pequeña se le acercó y le preguntó con mucha delicadeza:
-¿Qué es lo que ocurre, mi pequeña? ¿Por qué no quieres venir nunca con nosotros a brillar en la oscuridad?
-Es que no me gusta volar-, respondió la pequeña luciérnaga.
-Pero, ¿por qué no te gusta volar ni mostrar tu maravillosa luz? -insistió la abuela luciérnaga.
-Pues... -explicó al fin la pequeña luciérnaga-. Es que para qué voy a salir si nunca podré brillar tanto como la luna. La luna es grande, y muy brillante, y yo a su lado no soy nada. Soy tan diminuta que en comparación parezco una simple chispita. Por eso siempre me quedo en casa, porque nunca podré brillar tanto como la luna.
La abuela había escuchado con atención las razones de su nieta, y le contestó:
-¡Ay, mi niña! hay una cosa de la luna que debería saber y, visto o visto, desconoces. Si al menos salieras de vez en cuando, lo habrías descubierto, pero como siempre te quedas en el árbol, pues no lo sabes.
-¿Qué es lo que he de saber y no sé? -preguntó con impaciencia la pequeña luciérnaga.
-Tienes que saber que la luna no tiene la misma luz todas las noches -le contestó la abuela-. La luna es tan variable que cada día es diferente. Hay días en los que es grande y majestuosa como una pelota, y brilla sin cesar en el cielo. Pero hay otros días en los que se esconde, su brillo desaparece y el mundo se queda completamente a oscuras.
-¿De veras hay noches en las que la luna no sale? -preguntó sorprendida la pequeña luciérnaga.-Así es -le confirmó la abuela. La luna es muy cambiante. A veces crece y a veces se hace pequeñita. Hay noches en las que es grande y roja y otras en las que desaparece detrás de las nubes. En cambio tú, mi niña, siempre brillarás con la misma fuerza y siempre lo harás con tu propia luz.
La pequeña luciérnaga estaba asombrada ante tal descubrimiento. Nunca se había imaginado que la luna pudiese cambiar y que brillase o se escondiese según los días. Y a partir de aquel día, la pequeña luciérnaga decidió salir a volar y a bailar con su familia y sus amigos. Así fue como nuestra pequeña amiguita aprendió que cada uno tiene sus cualidades y, por tanto, cada uno debe brillar con su propia luz.
FIN
Hicimos comentarios sobre el cuento, llegando una residente a la conclusión de que la luciérnaga tenía “un tremendo complejo de inferioridad”, sorprendente porque dio en el clavo de lo que sucedía en el cuento. También dijo otra residente que esta luciérnaga se había “puesto el listón demasiado alto”, porque una luciérnaga no deja de ser un insecto y la luna, al fin y al cabo, es un astro. Que tendría que compararse con las demás luciérnagas, pero mejor no hacerlo. Unas respuestas muy interesantes, para que luego digan que las personas mayores tienen alterado el razonamiento y no son creativas: yo lo dudo, a veces están más que inspirados.
Y pasamos a la parte más activa, en la que los residentes hablaban sobre ellos mismos. Como el cuento hablaba de brillar, repartí unas hojas con un sol con 8 rayos y en la esquina inferior derecha una luna más pequeña. El sol era cómo brillábamos nosotros, y en cada rayo había que escribir una cualidad física o moral, sobre nosotros; y en la luna escribíamos lo que los demás decían de nosotros.
En los rayos había cualidades como: religiosa, buena vista, buen oído, buen apetito, pelo bonito, alegre, me gustan los niños, comprensiva, trabajadora, culta, etc. Y como este grupo estaba cohesionado y se conocían entre ellas, podían hablar unas de otras en sentido positivo.
(Esta es la hoja con la que trabajamos, he puesto mi propio trabajo).
Al final de la actividad, las personas supieron que tienen cualidades positivas y que hay que tenerlas en cuenta; y que todos, todos, todos, tenemos limitaciones, no sólo físicas, que tenemos que compensar con nuestras mejores cualidades.
Se lo pasaron muy bien, y hasta las más pesimistas se convencieron de que tienen grandes cualidades. Espero que la "magia" dure mucho tiempo.
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